Cuando llegamos a mi casa él comenzó a decirme todo lo que le dolía la espalda, no sé, algún tipo de contractura, nunca supe nada de músculos y huesos y no voy a aprender ahora. Intenté darle un masaje, algo que le relajara, pero nada daba resultado. Y entonces recordé una crema que mi madre me ponía de pequeño cuando me daban "los dolores del crecimiento". Le pedí que se quitara la camiseta, y se tumbó en la cama boca abajo, yo comencé a extender tibiamente la crema por su espalda. Ligeramente, tranquilamente, como lo dirían en La France, tendrement. Al rato paré, me lavé las manos y me acosté junto a él, dándole esa compañía que a veces es mejor incluso que un abrazo, esa compañía que rellena una cama sin apenas tocarse y da tranquilidad, paz, felicidad completa e insustancial.
Desperté pasada la siesta, y él aún seguía durmiendo. Me dieron unos deseos irrefrenables de estar por siempre así, con él, e instintivamente bajé a comprar pastel de pera con chocolate, pues no habría otra cosa que pudiéramos comer mejor que aquella. Llegué y mientras hacía leche con canela y limón se despertó, ya casi sin dolores de espalda, me besó, y algo en el cielo se movió. Como siempre que llueve, disfruto abriendo las ventanas, dejando pasar ese aire frío, gélido, congelado de la lluvia, oír el murmullo de las gotas y el ahogo de la calle. Y así merendamos aquella tarde, con un vendaval de felicidad helada y pastel de pera con chocolate.